Con la exposición de hoy trataré de dar
a conocer el discurrir de la asistencia médica y farmacéutica en uno de los
establecimientos más emblemáticos del valle de los Pedroches, el Hospital de
Jesús Nazareno de Pozoblanco, con el que la población pozoalbense tiene contraída
una deuda perenne.
fotografía de Juan Antonio
LA ASISTENCIA SANITARIA
La enfermedad y la pobreza mantienen
una vinculación tan estrecha y constante, tan evidente, que hasta nos
permitimos referirnos a ellas con una única expresión, “la enfermedad de la
pobreza”.
Para combatirla, la prestación
sanitaria ha resultado imprescindible así como la participación de
profesionales y establecimientos especializados. En este sentido, Pozoblanco ha
sido una población afortunada porque nunca ha estado huérfana de facultativos y
de centros sanitarios.
En la época tratada, a partir del siglo
XVI, fueron numerosos los oficios y personas que ejercían actividades
relacionadas con la sanidad pero no todas contaban con la preparación y los
conocimientos exigidos.
De ellas los médicos ocupaban el
peldaño más alto en el escalafón, eran los profesionales más acreditados,
también los mejor remunerados y constituían el único colectivo de la sanidad
con requisito universitario y con un cierto conocimiento científico.
No sucedía lo mismo con
los demás practicantes de la asistencia sanitaria –cirujanos, sangradores o
flebotomianos, parteras o comadres, dentistas, enfermeros, boticarios,
albéitares, barberos, sanadores, charlatanes, curanderos-, situados en un plano
académico muy inferior, aunque algunos de estos profesionales, como los cirujanos,
boticarios y albéitares -los precursores de los actuales veterinarios-
mejoraron su preparación y prestigio tras la creación de centros superiores
para regular la actividad como sucedió, por ejemplo, con los Colegios de
Cirugía.
En Pozoblanco, de todos los colectivos
anteriores, he comprobado en la documentación la presencia más o menos
continuada de médicos, cirujanos, boticarios, sangradores y barberos; estos dos
últimos oficios fueron los más numerosos, en cambio han sido los que menor
huella han dejado en los archivos pues ejercían la actividad por libre, de
forma intermitente, y casi nunca fueron obligados a mostrar credenciales para
poder justificar y practicar su labor.
Por el contrario, las informaciones
sobre médicos, cirujanos y boticarios no faltan en la documentación notarial y
municipal al ser los mencionados empleos concertados previamente con las
autoridades del concejo y plasmados en acta capitular y en escritura pública.
En cambio, las alusiones a parteras o comadres son limitadas, y es que durante
mucho tiempo fue un oficio ejercido no de forma profesional ni tampoco
permanente sino como un complemento y habilidad de ciertas personas solicitadas
para estos menesteres.
En cuanto a las enfermedades padecidas
por los vecinos, según la documentación manejada, las más habituales fueron las
calenturas o fiebres intermitentes (tercianas); los tabardillos; la gota; la
pleuresía; la amenorrea; parálisis; hidropesía;
carbunco, ántrax o pústula maligna; panadizos; las afecciones oftálmicas;
difteria o garrotillo; tuberculosis; disentería, perlesía, tos ferina o
coqueluche; y con carácter epidémico el tifus, la viruela, gripe, cólera, sarampión,
paludismo…
Establecido quiénes eran en Pozoblanco
los profesionales dedicados a la asistencia sanitaria y las enfermedades más
frecuentes que padecían los vecinos, pasemos ahora a considerar los
establecimientos en los que se llevaba a cabo la mencionada asistencia y la
clase de personas atendidas.
Al cotejar el amplio campo por el que
se mueve la asistencia sanitaria con la historia local comprobamos que siempre
hubo ciertos sectores de la población que recibieron una atención preferente
por parte de las autoridades: fueron los afectados por el mal de la pobreza.
En Pozoblanco, desde el siglo XVI, está
constatado el auxilio prestado en determinados establecimientos a ancianos
enfermos o sin recursos, a pobres y mendigos, a viudas desamparadas, a viajeros
transeúntes y a todo un conjunto de personas en situación marginal a quienes se
ofrecía asistencia, comida y cobijo sólo por unos días o bien durante una larga
temporada, a veces incluso hasta después de morir, costeando su funeral.
Estos centros de acogida recibían, por
lo general, el nombre de “hospital” y en Pozoblanco el primero de los que
tenemos noticia fue el fundado por la cofradía de la Caridad, cuyas ordenanzas
y constituciones datan de 1564.
El hospital de la Caridad estaba ubicado
ya en esa época (1580) justo en la misma parcela en la que hoy nos encontramos,
en la esquina que ocupa el actual templo de Jesús Nazareno, en la llamada
entonces plazuela de Diego Cabrera. Hay quienes lo identifican con el
denominado Hospital de la Bienaventurada Señora Santa Catalina, que aparece en
la documentación a partir de 1579, aunque aún nos asaltan dudas sobre la
identidad o bien la coexistencia diferenciada de ambos establecimientos.
En enero de 1607, poco después de
fundarse la cofradía nazarena pero con anterioridad a la construcción de la
ermita y por supuesto del hospital de Jesús, Inés Rodríguez era la vecina encargada
de la casa-hospital de la Caridad, “teniéndola
limpia y al cuidado de los pobres enfermos que a ella vinieren y lo que en la
dicha casa sea necesario y a no hacer ausencia de la villa”, todo ello a
cambio de 80 reales anuales.
La casilla permaneció en pie hasta la
segunda mitad del siglo XIX formando parte ya del complejo hospitalario de
Jesús Nazareno pero manteniendo, como tal inmueble, una situación jurídica y de
propiedad distinta al resto del establecimiento nazareno.
Precisamente en abril de 1875, en
sesión municipal se trató la reclamación del administrador del hospital de
Jesús Nazareno sobre “un pedazo de
terreno sito en la plazuela de la Iglesia que hace esquina con la iglesia del
citado hospital y en el que está construida una casilla llamada de la Caridad
con el fin de incluirlo en el patio de dicha iglesia y dándole ensanche a la
entrada”. El ayuntamiento concedió de forma gratuita lo solicitado y a
cambio exigió que el hospital reformara completamente las paredes del cerco y la
portada de entrada.
No obstante, la casilla había dejado de
estar en uso para fines asistenciales mucho antes pues ya el catastro de
Ensenada, a mediados del siglo XVIII, señala que la cofradía de la Caridad
contaba con una casa-hospital para el recogimiento de los pobres no en el
citado lugar sino en la calle de San Gregorio.
Hasta esa época los llamados hospitales
eran en realidad verdaderos asilos provisionales y enfermerías de muy limitado
alcance y podemos deducir la asistencia médica ofrecida entonces a los enfermos
comprobando los convenios firmados por el concejo de la villa con sucesivos
doctores, el llamado “asiento de médico”.
Por ejemplo, en 1602, el doctor Acacio Sánchez, vecino de Hinojosa del Duque,
realiza contrato con las autoridades de Pozoblanco y se compromete a venirse a
esta villa con su casa y familia y curar de medicina en ella por tiempo y
espacio de un año. El médico se obliga a curar a cien vecinos, y a sus mujeres
y criados, vecinos que le serán dados y señalados escritos en un memorial, y
además cincuenta casas de gente pobre. Asistirá también a los pobres y
transeúntes acogidos en el hospital de la Caridad. Todo ello a cambio de 1.100
reales anuales, 144 celemines de trigo y casa para vivir.
Pero existían otros colectivos tan
necesitados o más que los pobres y enfermos y eran los integrados por los
llamados expósitos y los huérfanos de corta edad, sobretodo si pertenecían al
género femenino.
Desde el inicio de su existencia el hospital
de Jesús Nazareno dedicó esfuerzos al cuidado y sostenimiento de niñas
abandonadas o sin parientes y la prueba es que en los primeros años de
funcionamiento el hermano Diego de la Cruz aparece con el título de administrador del Hospital de Jesús y
Conservatorios de Niñas Huérfanas.
Anteriormente a la creación del hospital
en Pozoblanco la costumbre consistía en nombrar cada año por el concejo un
llamado “padre de menores” cuyo cometido era el de acomodar a los expósitos en
casas particulares a cargo de una parturienta que garantizara el sustento y la
asistencia a la criatura abandonada a cambio, claro está, de una remuneración
ofrecida por el municipio.
Por tanto, la fundación del hospital de
Jesús significó un evidente alivio a esta problemática al centralizar en él
casi todo el dispositivo asistencial. Esta labor humanitaria en favor de la
infancia persistió hasta que las autoridades políticas, ya en fecha muy tardía,
siglo XIX, decidieron crear casas de expósitos costeadas por los municipios,
una de las cuales se ubicó en Pozoblanco aunque acogía a los de toda la
comarca. El hospital de Jesús fue en ocasiones sede de la citada casa de expósitos
y, por ejemplo, durante 1872, atendió a un total de 79 expósitos menores de 5
años.
El hermano Diego de la Cruz inició su
labor caritativa en Pozoblanco precisamente junto a la casa-hospital de la
Caridad y a la ermita nazarena, y fue la constatación de la insuficiencia de
instalaciones y recursos junto con el aumento considerable de personas
necesitadas de ayuda lo que le impulsó a crear un establecimiento hospitalario
propio y a solicitar del obispo la fusión de ambos hospitales: “que la cofradía de la Caridad de esta villa
se una con este hospital, por servirse ambas cosas en una sola Casa y que esto
corra por un solo sujeto que se eligiese”, que fue él.
Con ayudas varias, entre las que
sobresale el legado de Marta Peralbo, el hospital de Jesús Nazareno fue
creciendo en extensión y servicios, adquiriendo una considerable superficie
mediante sucesivas compras, donaciones e intercambios de inmuebles y otras
propiedades.
Aunque los documentos manejados apuntan
al año de 1683, no conocemos aún la fecha exacta en la que fue erigido el
hospital de Jesús Nazareno. Y es que transcurrido apenas un siglo las
autoridades ya exponían que “no tenían
noticia de documento alguno que acreditase la fundación, ni aprobación ni
erección de este hospital”.
El primer doctor que asistió a enfermos
en el hospital de Jesús fue Pedro Fernández Calero. De los que ejerció en la
villa, fue también el primero natural de ella. En 1686 le sustituyó Pablo
Cárdenas Mondragón, natural de Guadalcanal y vecino de Córdoba que concertó su
labor a razón de 200 ducados anuales, 2.200 reales; por cada visita efectuada
llevaría un real, salvo a los pobres de solemnidad y a los enfermos que
estuvieran en el hospital de Jesús Nazareno a los que había de asistir de
balde. El contrato impone la prohibición de abandonar la villa sin el permiso
de las autoridades, salvo en casos especiales y siempre que no transcurra más
de un día y una noche de ausencia. Es una preocupación del concejo que también
afectará a cirujanos y boticarios en sus respectivos contratos.
El famoso médico del agua, don Manuel Vicente Pérez, ejerció el oficio en
Pozoblanco desde 1728 hasta 1742 y también asistió a los enfermos del Hospital
de Jesús. En los sucesivos convenios firmados, a cambio de 6.600 reales de
vellón anuales, Pérez se obligaba a ”hacer
todos los días dos visitas a los enfermos vecinos de la villa, asistirlos de
balde, sin llevar cosa alguna por dichas visitas, y asimismo a los hermanos y
hermanas del santo hospital y enfermos que vinieren a curarse a él”.
Vicente Pérez fue un galeno muy singular
y polémico que alcanzó fama nacional. Sostenía que la curación es debida a la
naturaleza, no a los medicamentos oficiales de la época, mucho más caros y no
por ello más eficaces. Entusiasta del agua, se declaraba enemigo de los
purgantes y de las sangrías, que considera nocivas porque debilitan al
organismo, y hasta propuso que los pintores no representasen a la muerte con
guadaña sino con la lanceta de los sangradores: “Salgan a mi defensa tantos ciegos, mancos i cojos; salgan a mi defensa
quantos viven una muerte prolongada; salgan quantos viven sin ojos, sin pies,
sin manos, sin salud, solo porque se dejaron sangrar”. Pese a todo, todavía
en la segunda mitad del siglo XIX el hospital adquiría sanguijuelas por
centenares.
En esta época los convenios de
contratación de cirujanos caminaban por la misma senda. Debían asistir “a todos los vecinos de la villa, de
cualquier estado que fueran y que se hallaran enfermos. Y asimismo a los
forasteros pobres que entraren a curarse en el Hospital de Jesús Nazareno de
ella, haciendo diariamente a cada enfermo dos visitas, una por la mañana y otra
por la tarde o más si la necesidad lo pidiere, aplicando y haciendo a cada
enfermo la curación que según su ciencia e inteligencia tuviere por conveniente
para que consigan el beneficio de la salud”.
En la segunda mitad del siglo XVIII el
hospital disponía de dos enfermerías, una para hombres y otra destinada a
mujeres. La masculina, que era doblada, contaba con 12 camas para otros tantos
enfermos, separadas unas de otras por una estructura de madera de escasa altura,
y 2 camas más para los hermanos que cuidaban de ellos. Cada cama consistía en
un armazón o banco de tablas, un colchón de lana, un paño interior, una sábana,
almohadas y otro paño a modo de sobrecama o cobertor. En invierno los enfermos
ocupaban el piso superior con la misma disposición aunque era frecuente tener
habilitadas las dos enfermerías ante el número crecido de acogidos.
La enfermería femenina estaba ubicada
en el área reservada a la clausura y corría a cargo de las hermanas
hospitalarias. Ligeramente más pequeña que la destinada a hombres, se componía
también de dos naves divididas por columnas y arcos. Disponía igualmente de 12
camas.
Cada vez que fallecía uno de los
asilados, la cama y toda su puebla eran sacadas y oreadas durante varias días
hasta que retornaban al lugar habitual. Hay que advertir que aunque las
enfermedades tratadas en el hospital eran de muy diversa índole, estaban
excluidos los enfermos de epidemias, los incurables o aquellos afectados por
dolencias venéreas.
Algunas relaciones de las décadas
finales del siglo XVIII sobre asiento de pobres acogidos señalan una cifra
media anual superior a 40 varones y 45 mujeres, con una mortalidad considerable,
del orden del 7%. La proporción de acogidos transeúntes era de 11 hombres por
cada mujer.
El número de enfermos tratados en el
hospital indica que la ayuda médica practicada por el establecimiento superaba
con creces la función ejercida de asilo: la media de actuaciones era de unas
4.500 anuales, cifra que podía duplicarse en años especialmente virulentos.
El protocolo para sed admitido era el siguiente:
el solicitante, de palabra o por escrito, tenía que cursar una petición
haciendo constar su necesidad y estado de pobreza y el personal médico de la
villa, tras reconocerlo, le entregaba una especie de cédula con la que el
afectado se presentaba ante el responsable del hospital. Con la notificación del galeno y
siempre que hubiera cama disponible, la admisión no solía representar problema
alguno. Sin embargo, ya en el siglo XX, el laicismo conocido o confeso de
algunos afectados provocó el rechazo a ser admitido: en julio de 1932 un vecino
de la localidad dirigió reclamación al alcalde exponiendo que se encontraba en
el campo y padecía una enfermedad aguda a cuya curación no podía atender. Había
solicitado ser admitido en el hospital pero el capellán-administrador del establecimiento
se opuso a ello fundando la negativa en la creencia de que el citado enfermo
había declarado en testamento su condición de ateo.
A finales del siglo XVIII, el Estado
intentó institucionalizar la caridad canalizando los bienes destinados
tradicionalmente por la Iglesia y los particulares para la atención a los
necesitados. Pero algunos centros, como el hospital nazareno, consiguieron mantener su idiosincrasia.
Ya en el siglo XIX funcionó como hospital
de sangre con motivo de la guerra de Independencia contra Napoleón,
centralizando en él la atención quirúrgica y sanitaria, además de la
farmacéutica, tanto a las huestes francesas como posteriormente a los soldados
españoles. Más tarde, durante la primera Guerra Carlista, atendió “con el esmero y aseo que el establecimiento
tiene acreditado” a los soldados heridos a cambio de cinco reales por cada
estancia individual, siendo por cuenta del ejército el suministro de alimentos
y las medicinas recetadas por los facultativos, así como los salarios de éstos,
sus practicantes y demás sirvientes necesarios.
La desamortización de Mendizábal asestó
un duro golpe al sustento económico del hospital que asistió a la pérdida de
control y sucesiva subasta de gran parte de los bienes que había administrado hasta
entonces. En marzo de 1841 el gobernador provincial, Ángel Iznardi, visitó
Pozoblanco y el hospital de Jesús Nazareno, y mostró su extrañeza ante el
elevado número de hermanos (6) y hermanas (16) y la escasa cifra de enfermos,
proponiendo la reducción de gastos y el arriendo de todas las fincas que
integraban su caudal; y aprovechó para recordar que las obras pías fundadas por
Marta Peralbo y por la cofradía de la Caridad pertenecían exclusivamente a los
fondos de la beneficencia municipal.
Con la consolidación del liberalismo,
la sociedad comienza a considerar el problema de la asistencia a los pobres
como una obligación de los poderes públicos. Por otra parte, el avance de la
ciencia médica dio paso a una especialización de los hospitales que dejaron de
ser asilos para convertirse gradualmente en centros destinados a la curación,
excluyendo a los enfermos crónicos y a los viejos.
En definitiva, se está produciendo una
evolución, que observamos nítidamente en el hospital de Jesús Nazareno, donde
los gobiernos y las leyes liberales imponen un modelo de tutela sobre el
funcionamiento y la administración del hospital mediante distintas fórmulas en
las que cobran gran protagonismo las Juntas Municipales de Beneficencia y Sanidad
y, posteriormente, la Junta de Patronos.
Para entonces el sistema de
financiación, basado casi exclusivamente en limosnas, donaciones y beneficios
procedentes de rentas propias resultaba claramente insuficiente para mantener
al hospital y ante esta situación sería el concejo el que paliara el déficit
con partidas procedentes del presupuesto municipal. A cambio, el control del
establecimiento quedaba en manos de un administrador nombrado por el propio
ayuntamiento y sometido al control periódico de éste: así, en febrero de 1869,
los munícipes y el administrador giraron visita al hospital a fin de comprobar
el estado en que se hallaba, tanto en lo que concernía al personal como al
material, el estado de los enfermos y enfermas, el registro de los libros de
inventario de fondos y demás cuestiones de interés general. Tras visitar las
enfermerías, lavaderos, cocina, despensa, roperos y demás oficinas, lo hallaron
todo en el mejor estado, pasando luego a la comprobación de los libros
contables y documentos del archivo.
En 1894 dos médicos titulares de la
localidad redactan una memoria del estado sanitario de Pozoblanco y en lo que
respecta al hospital de Jesús Nazareno señalan lo siguiente: “El Hospital de esta Villa es capaz para las
dos enfermerías que tiene. Grandes y buenas reformas pudieran hacerse en él
para presentarle como un modelo, pero la carencia de recursos obliga a dejarle
en tal estado. Puede ser clasificado como bueno para las necesidades locales y
algunas de fuera”. Acto seguido se refieren a los buenos servicios que se
prestan en el mismo por parte del personal asignado. Y añaden con gran sentido
del humor: “Tampoco hay casas de socorro;
en las urgencias, todas las [viviendas] de la población adquieren esta cualidad
y principalmente las oficinas de farmacia, casinos, cafés y centros [artísticos]
donde es fácil hallar personal facultativo”.
En definitiva, a partir de la segunda
mitad del siglo XIX los médicos titulares de la localidad, como asalariados y
prestatarios de la Beneficencia Municipal, fueron los encargados de la asistencia
médica a los enfermos estantes y transeúntes en el hospital de Jesús Nazareno y
esta situación se mantuvo durante gran parte del siglo XX.
Paradójicamente, en 1930 se produjo una
iniciativa municipal para devolver a Jesús Nazareno la función de cobijo que
éste había tenido en su fundación mediante la propuesta de creación de “un asilo en donde pudieran ser acogidos los
ancianos y otros necesitados de asistencia”, propuesta que fue aprobada por
unanimidad en la Junta de Patronos.
En el pasado siglo XX la casa de Jesús
Nazareno ha actuado como hospital, asilo, residencia de ancianos, consultorio
médico, puesto de socorro para accidentados, quirófano, centro de vacunación y
otras varias funciones relacionadas con la sanidad.
LA ASISTENCIA FARMACÉUTICA. LA BOTICA DEL HOSPITAL
El personal dedicado a la venta y
comercialización de medicamentos no estaba reducido a la figura del boticario.
Existían también herbolarios y especieros así como drogueros. La dispensa de
medicamentos propiamente dichos se llevaba a efecto fundamentalmente en tres
ámbitos: hospitales, conventos y boticas.
Según las disposiciones legales
vigentes, la botica debía contar al menos con tres dependencias o habitaciones
distintas: una dedicada a andanas y despacho; otra destinada a almacenamiento;
y una tercera utilizada como obrador o taller donde elaborabar los medicamentos.
Era exigencia ineludible contar con un
surtido completo de medicamentos pues la falta de este requisito permitía decretar
el cierre del establecimiento. La supervisión del surtido de la botica era
efectuada mediante comparación con una lista de medicamentos de obligada venta
que el inspector visitador llevaba; si faltaban algunos, se amonestaba o
incluso sancionaba y al cabo de cierto tiempo se producía una nueva inspección
para comprobar que se habían repuesto.
En cuanto a los productos que componían
el surtido de la botica podemos afirmar que llegaban a ser innumerables:
hierbas, frutas, aguas, alcoholes, aceites medicinales, cocimientos,
infusiones, jarabes, extractos, mieles, sales, inhalaciones, pastillas, píldoras,
polvos, emplastos, cataplasmas,
cosméticos, colirios, ungüentos, simples, electuarios, epitomas, clisteres,
sufimentos, linimentos, cucufas o algodones, friegas, escudos, espíritus,
licores, piedras preciosas, metales, productos animales… Ya saben, “hay de todo, como en botica”.
La conservación de todos estos
preparados siguió durante siglos las pautas impuestas desde época romana: los
productos húmedos se introducían en recipientes de metal, loza, cristal o
cuerno; las flores en cajas de madera y las semillas preferentemente en papel.
Los musulmanes popularizaron los famosos albarelos, botes de cerámica o vasijas
cilíndricas de boca bastante ancha y más estrechos en la parte central que
disponían de tapa y llevaban inscrita una leyenda alusiva al contenido.
El aspirante a ejercer la profesión
seguía un proceso de aprendizaje junto a un maestro boticario y una vez lograda
la suficiente experiencia solicitaba ser examinado ante el Protomedicato en
Madrid. Superada la prueba se le expedía un título acreditativo para ejercer la
profesión siempre que cumpliera y presentara documentalmente una serie de
requisitos añadidos como abonar los derechos de título, haber cumplido 25 años
de edad, presentar la fe de bautismo, demostrar limpieza de sangre, adjuntar un
certificado acreditativo de dominio del latín, que era la lengua utilizada en
los preparados farmacéuticos y en las recetas dispensadas por los médicos, y
certificar un período de prácticas de al menos cuatro años bajo la supervisión
de un boticario titulado.
Todo da a entender que el primitivo
hospital erigido por Diego de Novoa contaba permanentemente con una especie de
botiquín, situado junto a la enfermería, surtido con algunos preparados
farmacológicos habituales. Pero también debía acudir de modo frecuente a
adquirir los fármacos del boticario contratado por la villa cuyo arsenal solía
ser más completo y variado. Esta dependencia de botica ajena resultó muy
onerosa y de ahí el deseo constante del hospital por contar con farmacia propia
administrada por un profesional a su servicio.
Sabemos que hacia 1773 el hospital se
encontraba alcanzado con una considerable cantidad debido a las obras para
construir de nueva planta una botica que prestara servicio no solo a la santa
casa sino también al público en general. De esa fecha es precisamente la
fábrica del impresionante almirez que todavía conserva el hospital. Concluidas las
obras, el siguiente paso consistió en contratar a la persona idónea para
ponerla al frente de ella. Eligieron a Miguel de Cabrera y Sepúlveda que
contaba con cierta práctica y estudios pero carecía de título acreditativo dado
que aún no se había presentado al preceptivo y costoso examen en Madrid. El
hospital le adelantó el dinero necesario para obtener el título.
A comienzos de 1776 se abre expediente matrimonial en el obispado de Córdoba a
nombre de los contrayentes, Miguel de
Cabrera y Sepúlveda y Francisca de Arévalo y Sepúlveda, parientes en
tercer grado de consanguinidad. Para obtener la licencia eclesiástica, pero con
su complicidad, los esposos señalan que son pobres de solemnidad y que no
poseen bienes ni caudal alguno, afirmación poco veraz dado que ambos
pertenecían a linajes importantes en la villa y ella procedía de familia
dedicada tradicionalmente a la profesión farmacéutica. A cambio de la
aprobación se le impondrá al contrayente como penitencia hacer durante cierto
tiempo algunos servicios en el hospital de Jesús Nazareno, y llegado el momento
el hermano presidente del establecimiento, José de los Dolores, dará fe de que
ha cumplido los deberes impuestos.
Ustedes se preguntarán el porqué de
tantos tejemanejes. Y la respuesta es bien sencilla. La normativa de la época
prohibía regentar farmacias a instituciones y miembros de órdenes religiosas,
salvo casos muy especiales, pero como al hospital de Jesús le interesaba contar
con ella, la solución que ideó fue la de construirla y ponerla mediante
convenio a nombre de un boticario particular que fuese vecino de la población y
de su total confianza. Como en esa fecha no existía candidato que cumpliese los
requisitos, el hospital soslayó el obstáculo patrocinando a Miguel de Cabrera
en sus estudios, prácticas y examen y amortizando la inversión con la
“penitencia” impuesta y el trabajo
posterior del aludido.
En enero de 1781 firmó nuevo contrato
con el hospital por el que continuaría “cuidando,
gobernando, beneficiando y administrando sus venenos y medicinas, utilizando
todos sus productos sin moverla al sitio en que se halla, con la obligación de
suministrar y dar de balde al referido Hospital todas las medicinas que
necesitare para la curación a los hermanos y hermanas de él; y a todos los
enfermos de ambos sexos que se admitiesen en sus enfermerías según las recetas
del médico y cirujano que asistiesen…” Si llegase el momento en el que el
boticario decidiera dejar la farmacia debería devolverla a su legítimo dueño,
el hospital, en el mismo estado e inventario que se le entregaba y dando aviso
de ello con al menos quince días de antelación.
Los gastos anuales en adquisición de
medicamentos para la farmacia rondaban en estos años finales del siglo XVIII
los 3.000 reales.
La oficina estuvo a cargo de este
boticario hasta febrero de 1786, momento en el que decidió establecer botica
por su cuenta en la villa, aunque el acuerdo de rescisión no resultó amistoso
porque el hospital consideró perjudicados sus intereses y exigió ante los tribunales
la indemnización pertinente. En julio de 1787 la justicia obligó al boticario a
abonar al hospital la considerable cantidad de 700 ducados, 7.700 reales, a
pagar en siete plazos anuales, previa fianza de 1.000 ducados.
Para sustituir a Miguel de Cabrera el
hospital contrató al boticario Mateo Galán que pasaba a regentar la farmacia por
tiempo de seis años a concluir en 1792 y se obligaba a “gobernar la botica con el mayor cuidado, celo y diligencia y continuada
asistencia, trabajando todas las medicinas de que debe estar surtida de los
sitios o almacenes que le pareciese, trayendo los simples de que deba surtirse
de los sitios o almacenes que le pareciere conveniente, haciendo de ellos y de
las hierbas y más efectos de que debe componerse las medicinas, aquellas
maniobras y composiciones que son propias del ejercicio de Boticario, por su
propia persona, ayudándole cuando los casos lo exijan cualquiera de los
hermanos de dicho Hospital, o hallándose ocupados otra cualquier persona que
elija el Presidente, pagándose a ésta su trabajo de cuenta de la Botica. Que el
surtimiento de ésta ha de ser a costa del citado Hospital, quedando a beneficio
de éste todas las utilidades y emolumentos que produzca”.
Mateo Galán debía llevar diariamente la
contabilidad de ingresos y gastos, entregando todas las noches las cantidades
diarias percibidas pues el boticario quedaba como un simple administrador de
ella, sin dominio en su propiedad y usufructos, aunque con amplias facultades
para las compras y otras disposiciones. A cambio del trabajo, el hospital le
pagaba a razón de nueve reales diarios, seis de ellos en dinero efectivo y los restantes
en productos de la botica, cosechas o producciones del hospital. El contrato
con Mateo Galán fue renovado primero por 6 años, hasta 1798, y a continuación
por dos años más, hasta 1800.
La ocupación francesa afectó al
funcionamiento de la farmacia y es posible que ésta llegara a desaparecer
durante algunos años pues en marzo de 1821 el hospital adquiere una botica en
El Viso valorada en 2.575 reales por todo el andanaje, botes, géneros simples y
compuestos y la traslada al hospital de Jesús. Acto seguido contrata como
regente de la misma a José Blanco Moreno con un salario diario de 10 reales más
cama, comida y habitación dentro del establecimiento.
En 1826 el nuevo facultativo era
Fernando María Osuna Barranco, natural de Baena y casado por dos veces en
Pozoblanco. El santo hospital encontraba cada vez más impedimentos legales para
conservar la botica a su nombre aunque seguía intentando obtener licencia de la
Junta Superior de Farmacia en Madrid e incluso del propio rey Fernando VII.
Pese a las gestiones desplegadas la
autorización nunca llegó y en mayo de 1828 el hospital se vio obligado a vender
la farmacia al citado Fernando María Osuna, “con la condición que si en lo sucesivo se consiguiese de la bondad de
S. M. el que pueda tener botica este piadoso establecimiento, se le ha de
volver a vender”. Además el boticario se comprometía a “suministrar cuantas medicinas sean
necesarias y receten los facultativos tanto de medicina como de cirugía para
los enfermos y enfermas pobres que se curen en el Hospital, sus hermanos,
hermanas y padre capellán, por cuya razón le ha de pagar catorce reales diarios
y dos carretadas de leña al año, y seis libras de cera”. El valor de la
farmacia, tasada en 5.012 reales, lo iría abonando paulatinamente, y en la
cantidad estaban incluidas de forma desglosada las medicinas, las redomas y
botes, el utillaje de metal y cristal, el andanaje de madera y los tamices y
cedazos, pero “…sin incluir el almirez
pues esta pieza tasada en setecientos reales queda para el uso que le convenga
en lo sucesivo al Hospital a no ser que le acomode venderla al mismo don
Fernando y a éste su compra…” [El documento se refiere a este magnífico
ejemplar de bronce].
El hospital se obligó igualmente a
alquilarle “la pieza donde hoy existe la
oficina sin interés alguno y la casa que hace esquina a la calle de la Iglesia
propia de este Hospital, sólo ha de pagar por ella veinte y cinco ducados
anuales”.
En abril de 1831 la Junta Gubernativa
del Hospital decidió reducir el número de camas (6 para varones y 5 para
mujeres) hasta tanto la santa casa mejorase económicamente; puesto que habría
que curar menos enfermos, también disminuyó lo pagado al farmacéutico, 10
reales diarios.
La farmacia estuvo operativa en el
hospital hasta los años cuarenta del siglo XIX aunque en declive tal como
señala el famoso Ramírez de las Casas-Deza que también fue médico en Pozoblanco:
“La botica está mal dirigida y las
medicinas de ella no son las mejores porque el boticario tiene su oficina
dentro del establecimiento”. A partir de esa década quedó reducida a
botiquín, continuando solamente las farmacias particulares regentadas por
especialistas titulados y ubicadas en distintos lugares de la villa, siendo éstas
las encargadas de suministrar al querido establecimiento las medicinas que
necesitaba, bien a título particular o bien como parte de la prestación de la
Beneficencia Municipal.
De todos modos, y para finalizar, no
olviden ustedes el viejo y sabio consejo: “Ida
por ida, más vale a la taberna que a la botica”. Muchas gracias.
José Luis González Peralbo
Los Viernes de Jesús. Pozoblanco, 28 –
10- 2016
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